No cabe duda de que hay una inquietud creciente a medida que se acerca la conferencia de diciembre en Copenhague sobre cambio climático. Después de las cumbres de jefes de Estado y de Gobierno celebradas en la sede de la ONU en Nueva York y la reunión del G-20 en Pittsburg, no se ven propuestas claras y alentadoras capaces de dar cuenta de un gran cambio.
En estos días el debate se ha trasladado a Bangkok, donde se hace un penúltimo esfuerzo antes de la cita en la capital danesa, por tener un texto capaz de servir de base para acuerdos realmente significativos. Se trabaja bajo máxima presión porque la carencia de esos consensos constituiría un enorme fracaso. La última oportunidad previa a la cumbre se dará en Barcelona a principio de noviembre. En paralelo, foros como los celebrados en México en esta semana -con dos Premios Nobel, el norteamericano Al Gore y el mexicano Mario Molina, uno por sus campañas en resguardo del medio ambiente y el otro por conocimientos químicos aplicados al tema- dan cuenta de la demanda por buscar salidas a lo que hoy muchos sienten como un impasse.
En el mismo sentido se desarrollaron los debates del Panel de la Internacional Socialista, señalando que junto a las medidas concretas se requieren financiamientos solidarios y voluntad política. ¿Es absolutamente negativa la situación actual o existen espacios para la acción, que podrían madurar de aquí a diciembre? En medio de la urgencia se van configurando tres escenarios, cuyo conjunto puede llevar a un abordaje serio de esta crisis global: uno, el internacional, llamado a encontrar la fórmula para gestar las regulaciones que reemplacen al Protocolo de Kyoto, vigente hasta el 2012 y cuyo reemplazo es hoy el centro del debate; el otro, el regional, donde diversas iniciativas (como la cita de los nueve países amazónicos impulsada por Brasil, en Manaos) comienzan a dar cuenta de políticas más integradas para tratar el tema; tercero, el nacional, en el cual emerge como referencia concreta la idea de las llamadas Políticas Nacionales de Mitigación Apropiada (NAMA, por su sigla en inglés). Lo interesante -y tal vez un espacio nuevo de negociación- puede estar en que los avances en lo internacional se vean reforzados por compromisos de aplicación de las políticas nacionales, es decir de los NAMAs.
¿Qué pasa si Estados Unidos utiliza ese mecanismo, pensado en el 2007 en Bali como requerimiento para los países en desarrollo, y dice cuáles son sus acciones de Mitigación Apropiada, colocándole fondos, fechas y metas? Esto cambiaría mucho los parámetros de negociación. Por cierto, requeriría condiciones de obligatoriedad, de la forma como otros países -ahí está el caso de Brasil- han dicho estar dispuestos a aceptar. Deberían ser medidas posibles de monitorear y evaluar. Es necesario reconocer que a la fecha tenemos, por lo menos, una nueva actitud en los actores más determinantes en esta situación mundial.
Cabe recordar que Estados Unidos y China son responsables del 40 % de la emisión de carbono en el mundo, seguidos por Rusia, India y Japón. El presidente chino, Hu Jintao, declaró en la ONU -en actitud inédita- que su país ha puesto en marcha un nuevo plan cuyo centro es el desarrollo de la energía renovable y nuclear, a la vez que se asumió el compromiso de reducir las emisiones de dióxido de carbono por cada unidad del PIB "en un margen notable para el 2020 desde los niveles del 2005".
El nuevo premier japonés, Yukio Hatoyama, tomó el desafío de la Unión Europea y de 20% de reducción de emisiones lo aumentó a 25 % al 2020 teniendo como referencia los niveles de 1990.
Pero, como es lógico suponer, las miradas se han centrado en Estados Unidos. Barack Obama tiene una posición distinta a la de su antecesor en la Casa Blanca, quien repudió el Protocolo de Kyoto. Obama prometió promover las energías renovables y compartir tecnología "verde" con países alrededor del mundo, aunque no dijo cuándo ni entregó cifras. Sin embargo, más allá de lo que pudieran ser esas ayudas tan esenciales para mitigar el calentamiento del planeta y sus consecuencias, importa mucho saber cuál es la respuesta ante una pregunta concreta: ¿qué es lo máximo que está dispuesto a hacer Estados Unidos en casa, como aporte a la lucha conjunta contra el cambio climático?
Más allá de los planteamientos y la voluntad de su mandatario, hay un ambiente político difícil para el tema, o difícil para adoptar decisiones legislativas por la prioridad dada a los planes de salud. Un NAMA norteamericano, si de una u otra forma se enunciara antes o durante Copenhague, podría cambiar los escenarios de negociación.
Aquí en América latina ya hemos advertido que estas Políticas de Mitigación Apropiada son un camino a recorrer, complejo, pero posible. Ello fue el centro de las deliberaciones realizadas en la CEPAL a comienzos de septiembre. El documento, donde se indican las tareas que podrían asumir los países en desarrollo para disminuir el uso de combustibles fósiles, disminución de las emisiones de metano y cambios en el uso de la tierra impulsando la reforestación, fue recibido con interés en diversos foros, especialmente europeos.
Del mismo modo, en tanto enviado especial del Secretario General de Naciones Unidas para el Cambio Climático, venimos promoviendo una ampliación del Protocolo de Montreal. La estrategia de entonces tuvo éxitos medibles, pero no se consideró sus consecuencias en el cambio climático. Una reducción más rápida en el consumo y producción de los llamados HFCF (hidroclorofluorocarburos) y el adelantamiento en unos 10 años de la fecha para dejar de usarlos podría reducir las emisiones de dióxido de carbono en 38.000 millones de toneladas en las próximas décadas.
El camino a Copenhague está difícil, pero no cerrado. Después de la capital danesa, habrá que seguir extendiendo la ruta.
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